viernes, 17 de diciembre de 2010

Finalmente, un día… murió la hermana Agueda (Parte IV y última)

Yo le dije a Amalia… y ahora ¿qué hacemos? Porque a esa hora no se podía hacer nada… ¿a quién íbamos a llamar? ¿qué hacemos toda la noche con la muerta? La Madre General, pobre que había venido y ese día a la mañana, pensando que iba a durar como un mes más, había decidido irse, tendría que volver. Así que decidimos avisar a la Casa General y a la cochería… por lo menos para que vinieran y se la llevaran para prepararla…

- Yo antes te dije que había que avisarle a las hermanas!!!! -por primera vez en todo el relato, Amalia había decidido intervenir para decir algo en su favor- Porque vos no querías…

Pero claro…yo decía, que les vamos a avisar que se murió Agueda, si entre una cosa y la otra eran como la 1 de la mañana y las monjas de la otra casa ¿con quién van a dejar a las chicas? –hablaba de las monjas compañeras de congregación que, en el mismo pueblo, tenían otra casa cerca de ahí en el que se dedicaban a cuidar niñas huérfanas o abandonadas y con las que no tenían muy buenas relaciones. Los domingos se juntaban a comer… un domingo y, luego de ese, otra vez después de un mes porque no había almuerzo de domingo en que no salieran todas peleadas-. Yo decía, más vale les avisamos a la mañana temprano… por si quieren venir.

El relato fue interrumpido por el cura que seguía todo con cuidado y sin poder digerir del todo lo que iba escuchando.
- Pero ¿cómo no vendrían? Se había muerto una compañera y hermana de ellas, que aunque estuviera en otra casa era fraternalmente parte de la comunidad religiosa y vocacional.

Si, si… claro –continuó Elda- yo me refería a la noche Padre –y mientras decía eso pensaba para sus adentros en la rabia que ese cura le provocaba, no sin que algún gesto de disgusto se trasluciera en la mirada seca y despectiva con que le devolvía el parecer- Así que volvió la Madre General y después de la misa la enterramos…

- Pero hermana –preguntó otra vez el cura que ya estaba más molesto cada vez sin saber muy bien si por los comentarios, las miradas, los hechos relatados o porque ya no soportaba a aquel par de monjas cabeza dura y desalmadas que relataban el destino final de una compañera como si se tratara del acto de sacar la basura cada noche- ¿Siempre las entierran tan rápido? Digo, cuando muere alguien de la Congregación… -continuó, tratando con la frase final de sopesar la dureza con que le había salido el comentario, mitad sermón, mitad crítica-.

No, no… -se apuró Elda- teníamos que esperar que volviera la Madre General, por eso la enterramos a las nueve de la mañana.

“Si no –pensó para sí uno de los hombres, el que rememoraba todo a cada palabra- la hubieran enterrado al amanecer”. Y no pudo más que pensar en el modo en que él mismo, que las conocía de toda la vida y al que le pedían lo que se les ocurriera veinte veces al día, se había enterado. Por casualidad, o por designo de Dios le gustaba pensar a él, aquella mañana había decidido confesarse en la Parroquia, saliendo de su horario habitual que, como todo en su vida, se ajustaba a la más estricta rutina, y al llegar a la Sacristía se enteró de que el cura no estaba porque había ido a celebrar misa al Hospital porque se había muerto una monja. “La Hermana Agueda” –pensó para sí, en la puerta misma de donde se encontraba- y un rapto de indignación y bronca contenida por tantos años de soportar a aquellas desagradecidas monjas arrebató su mente con consecuencias de temblores en su cuerpo, al tiempo que salía disparado y como estaba, para la Capilla del Hospital. Al llegar la misa estaba ya concluyendo y jamás olvidaría la mirada de Elda y Amalia, que entre compungidas y culpógenas, y con cuanta señal la mano les podía brindar sin llamar mucho la atención entre rito y rito eucarístico, le decían que se les había pasado… Esto entendió él por los gestos, ya que hablar no se podía y más vale que él no articulara palabra ante tanto atropello a su persona. Es que él que siempre consideraba que se le debía admiración y alabanza, en aquel momento, estaba realmente dolido e indignado porque no había sido avisado. La muerte de la hermana Agueda, largamente anunciada y esperada, profetizada por sus compañeras de casa, entre adivinación del futuro y hecho deseado, finalmente se había producido y estas “estúpidas monjas” –pensó, saliéndose del estricto protocolo ceremonial de referencia a las consagradas- no le habían avisado nada. Y casi no llega, sino fuera porque ese día, también por designio divino, había alterado el orden ritual de su vida.

- Igual sigo pensando… bah, quiero decir –dijo el cura otra vez- cómo no realizaron algún tipo de ceremonia comunitaria en la Parroquia local… una monja no se muere todos los días y, según tengo entendido, la mayoría de la gente no se enteró y la querían mucho…

Pero Padre –dijo otra vez Elda, ahora ya molesta, muy molesta, y sin intento de disimulo alguno- era 30 de Diciembre, la gente esta pensando en los lechones y los corderos, ¿quién iba a venir al velorio de una monja?

La respuesta contundente y con carácter de Elda cerró el relato y, con ello, la posibilidad de toda repregunta, comentario o alusión… Los tres hombres, como habían venido, empezaron a marcharse. Los despidos protocolares se repitieron como al comienzo, en la llegada, y cada uno volvería a sus actividades, las pocas que quedaban ya con la noche avanzada. Todos, cada uno por su parte, un grupo y el otro, los hombres por un lado, y las mujeres por el otro, como quien divide por géneros a las personas, indignados comentarían lo sucedido. Ellas, porque para nada se creían el saludo de pésame fingido que el cura había traído en nombre de nadie, ni siquiera de él mismo, ya que conociéndolo como lo conocían, se sabían de memoria el curriculum de lleva y trae que lo acompañaba en sus viajes, como la pequeña maleta de ajuares de misa para celebración en la campaña. Como ya lo había pensado Elda cuando los vio venir, se les juntarían Completas y Maitines, con una cena apurada en el medio y todo por nada.
Los otros en el auto, comentarían que de qué raza extraña eran estas monjas, a medio camino entre mujeres y serpientes, almas casi sin corazón y escudadas en actos de caridad cristiana. Seguramente reiterarían aquel cuento popular que responde sobre el modo de saber, cuando un desprevenido caminante se encuentra, por azar o designio divino, una calavera… ¿a quién a pertenecido en vida? y dirán… si al tirarla contra una piedra, se parte, es de hombre… si al tirarla contra una piedra, no se parte, es de mujer… ¿y si se parte la piedra?, es de monja.

La noche ha caído casi sin quererlo y con la ignorancia más plena de aquellos que, ya retirados a sus hogares y sus compañías cotidianas, han demorado la tarde yendo y viniendo, entre pensamientos y relatos… entre risas negadas y gestos incontenidos, con todo aquello que la vida les da a unos y les quita a los otros, y que lamentablemente, sin poder remediarse, el paso del tiempo se lleva y los recuerdos anidan en los árboles de la memoria hasta, que las estaciones sin tiempo del olvido, se los llevan para que otros nidos ocupen su lugar. Así, el recuerdo temporario de los hechos acaecidos el día en que murió la hermana Agueda decantarán lentamente en la mente de los que la recuerdan hasta que, como los huesos se vuelven polvo y con el viento vuelan por el mundo, así también, la vida de los que alguna vez los encarnaron, se pierda en el inmemorial recodo de la historia.
Finalmente, aquel día de finales de Diciembre, había muerto la hermana Agueda…

viernes, 10 de diciembre de 2010

Finalmente, un día… murió la hermana Agueda (Parte III)

Al final, tuvimos que llevarla a la misa –continuó- porque yo me dije…bah y le dije también a esta, tampoco es justo que porque ella este así nosotras nos quedemos sin Misa de Gallo. Si al final hace como un mes que se está muriendo y no pasa nada, no vamos a tener tan mala suerte que le pase algo en el camino o en la Iglesia. Esto no se lo dijimos a ella, pero cuando le avisamos que al final íbamos, no sin dejarle claro que de todos modos nosotras creíamos que estaba loca y que no le iba a hacer bien, se puso tan contenta que Amalia me dijo, ¿a ver si se muere de alegría? Evidentemente el tema era que la monja se muriera, de un modo u otro, ya que el último comentario sirvió para crear un exceso de culpa ajena en el cura, tal cual el que Elda y Amalia le crearon a Agueda al momento de decirle que iban, pero que no era cosa de ellas si algo malo le sucedía. Es que el dicho final de la alegría lo llevó a pensar en aquella quizá última sonrisa de la pobre vieja que no pedía mucho más que ser tratada como un ser humano… cristiano… en su tiempo final. Pensó también en él, en su final, en su muerte, en sus compañeros los curas, en su necesidad imperiosa de escalar, de ser más, de ser… y al instante abortó todo pensamiento que no se podía permitir… no podía.

¿Te acordás de aquella noche Amalia?…bah, ustedes también deben acordarse –dijo dirigiéndose a los otros dos que habían llegado con el cura- ustedes estaban. Si nos encontramos en la puerta de la Iglesia, en las escaleras del atrio a la salida, cuando ya Agueda no daba más. El que había esbozado la sonrisa hacía un rato recordó como si estuviera sucediendo allí mismo el instante en que, terminada la Misa de Gallo, al salir entre la gente vio como las dos monjas arrastraban a la anciana hacia la camioneta que tenían y en la que cualquiera del pueblo las reconocía como las monjas del Hospital. Recordó la desesperación en la mirada de la anciana que se veía entre la muerte y la vida, no ya por su enfermedad cuanto por el modo en que saltaba escalones sin cesar, uno tras otro, a un ritmo mucho más ligero que el que sus propios pies de anciana, aunque estuvieran sanos, no podrían caminar. Entre el bullicio de la gente que no paraba de hablar y de besarse falsamente; entre aquellos que no se dirigían la palabra en cualquier misa del año y que rezaban más por conseguir un banco donde sentarse alejados de sus propios enemigos pensando en el beso de la paz; entre el bullicio de esos saludos se escuchaba el característico “Vamos Agueda…vamos” de la hermana Elda, al tiempo que con una mano abría la puerta de la vieja estanciera y con la otra tironeaba el hábito gastado por tantos lavados acumulados y tantos renovaciones de la prenda negadas.
De repente volvió a aquel atardecer, a aquel banco y a escuchar voces que, como aquella noche, proferían casi las mismas palabras en los mismos tonos, no ya salutaciones festivas sino relatos de crónicas pasadas.

Lo peor es que al otro día se le ocurrió ir otra vez a misa, a la de la tarde. Estaba loca, nosotras se lo dijimos. Se iba a morirrrrr!!!! No quería vivirrrrr!!!! Yo le dije a Amalia que la dejáramos sola, que la encerrábamos en casa y nosotras íbamos a misa, total ella había estado todo el día en cama y entre una cosa y la otra que nosotras andábamos haciendo, entre un llamado para pedir algo y otro, ella no se iba a dar cuenta que no estábamos. Hasta capaz que se dormía en el interín y no se daba ni cuenta que nos habíamos ido.
Si algo proliferaba en aquella tarde eran los pensamientos, los recuerdos y el relato de las malas acciones. Los hombres se acordaban de Amalia y Elda y de su perro Colita, el que se quedaba encerrado porque no podía ir a misa como si a otros lugares, y al que ellas advertían al salir de su casa… “Colita no va porque vamos a misa” y el perro se quedaba. Recordaban el comentario de Elda, en aquella semana en que se habían ido todos al Congreso Eucarístico en Córdoba, cuando expresaba: “Colita debe decir…qué misa larga!!!”. Recordaban a la pobre hermana Agueda, con la mirada de Colita, con la mirada de los perros maltratados y abandonados por sus dueños, que siempre esperan una caricia de amor, más allá de años de desprecio y desidia… que siempre esperan.
Pero Agueda, aquella tarde de Diciembre, aquella tarde del 25 de Diciembre, fecha en que los cristianos celebran el nacimiento de su Señor, corrió mejor suerte que Colita. Fue llevada a misa a pesar de todos los argumentos en contra.

Al final la tuvimos que llevar. Porque como si supiera que la íbamos a encerrar, a eso de las cinco se levantó, tomó la leche y se quedó sentada frente al televisor, ya con el abrigo puesto dos horas antes, mirando la bendición papal desde Roma. La bendición duró un rato y después se quedó mirando alguna otra porquería en la televisión, porque si algo hacía era estar todo el día mirando la televisión. Es más, es lo único que hacía…
Como las seis y media empezamos a prepararnos, cosa de salir siete menos cuarto para llegar a tiempo, pero no tan temprano como para soportar el rosario tedioso de las viejas de la parroquia, y ella ya se paró en la puerta y esperó. La tuvimos que llevar…no podíamos dejarla encerrada si se había levantado.
Y otras vez el purgatorio de llevarla y traerla hasta la Iglesia a la misa. Y otra vez el sufrir por pensar que se iba a morirrrrr en cualquier momento con el trajín del viaje… Al final que Navidades horribles que pasamos este año…
El recuerdo aparecía nuevamente. Otra vez la escena de la salida de misa. Otra vez la escalera y el bajar rápido los escalones. Otra vez el tironeo del brazo de la anciana monja y la arenga reiterada del apuro. Pero esta vez, la escena era en la puerta de la Secretaría. Como todos los años, frente al Templo Parroquial, se escenificaba el pesebre viviente al terminar la misa. Ese día, todos entraban por la puerta pequeña del costado sin problemas, aunque al salir todo se complicaba un poco más. Los que habían ido entrando lentamente en los minutos previos a la ceremonia, se empujan al salir todos a la vez y queriendo no perderse nada de la representación, sabiendo además, que ésta tardaría y que solo con toda la gente afuera, se daría comienzo. Pero así era la gente de este pueblo y de todos, que se empuja para entrar y para salir, que quiere estar primero aunque deba hacerlo último… En aquellas circunstancias, otra vez entre la muerte y la vida, la hermana Agueda con sus últimos respiros por el agobio del calor y los apurones de las compañeras, bajaba las escaleras empinadas de ese mármol gastado por el tiempo y por el uso, camino al pesebre viviente, pensando en aquella otra escalera que, no mucho tiempo después, estaba segura, la llevaría a la presencia del Altísimo y la liberaría de todo sufrimiento terreno. La liberaría, aunque más no fuera, de los tirones y empujones de Elda.

Ya cuando volvimos estaba peorcita y decidimos internarla. Fuimos a buscar cama al Hospital y yo le pedí al médico que la pusiera en terapia intensiva así no empezaba con eso de que se quería morir acá. Estuvo internada hasta el 29 y no se cansaba de repetir que se quería venir a morir a casa. Yo le decía: A mí no te me vas a morir!!! A esta también le decía algo y como sabe que es más fácil que yo, para convencerla, le pedía que hablara conmigo, que la dejara… que total se iba a morir enseguida si estaba acá en su casa. ¿O no, Amalia, o no decía eso? Al final el médico me dijo que no la podía tener más, que más vale la trajéramos para acá, que el tiempo que le quedara, que no sería mucho, mejor lo iba a pasar en su casa. Y la trajimos… ¿qué otra cosa íbamos a hacer? Yo a veces no entiendo a los médicos…pero con el cuento de que nosotras somos enfermeras y nos podíamos ocupar de ella sin problema si le pasaba cualquier cosa…además del eterno tema de las camas para los pobres… la tuvimos que traer a casa. Y al final, ahí se quedó… el tiempo que duró, que fue un día más, no paró de hablar y pedir que rezáramos por ella, que había sido mala monja, que Dios la perdonara, que le hiciéramos misas…al final me daba una lástima, porque es como que ella no entendía que todo lo que nosotros hacíamos era para que estuviera bien y la vida se le iba apagando de a poquito…

Y el 30 a la noche, a las 12… se murió.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Finalmente, un día… murió la hermana Agueda (Parte II)

Por el camino se acercaba el auto, y a lo lejos ya se divisaba que eran tres personas las que lo habitaban. Al llegar pudieron confirmar su presunción. Dos hombres, amigos de la casa, venían con un sacerdote que, en primera instancia, no supieron muy bien quién era. Este, era un curita no muy ducho en los menesteres eclesiásticos ya que no hacía mucho tiempo que había sido ordenado. El tipo en cuestión era de pocas luces, aunque a la hora de darse aires, parecía que era lo que le sobraba. Desde el día en que lo ordenara el viejo Obispo, ya se daba aires de monseñor, es más, hasta se vislumbraba con una ancha faja violácea cruzando el medio de su cuerpo y, por qué no, algún que otro birrete rojo. Aquel día de su ordenación, al ver el modo firme y desafiante con que cruzara la mirada con el viejo Obispo, más de uno pensó: “Este si tiene vocación de algo, es más de Papa que de cura”.
Era amigo del que manejaba el automóvil y cada tanto andaba por la ciudad visitando y, de paso, poniéndose al día, llevando y trayendo chismes diocesanos. El estaba radicado en otra pequeña ciudad no muy cercana y nadie sabía muy bien cómo, este cura de parroquia de pueblo perdido en las inmensidades de los campos, se enteraba de cuanta rencilla o disparate se producía en la diócesis. Es así como ahora se encontraba otra vez de visita en la casa de su amigo y, habiéndose intercambiado las noticias respectivas acaecidas desde la última venida, salió a la luz finalmente, el corrillo del pueblo, donde lo más interesante acaecido en los últimos seis meses había sido la muerte de la hermana Agueda. Un hecho tal y, descripto como había sido por su amigo, merecía un poco de su tiempo dedicado a entrevistar a las participantes centrales de la escena fúnebre. Hasta allí habían llegado y por eso se encontraban ahora frente a frente los tres hombres y las dos monjas, tratando de revivir por boca de aquellas dos los acontecimientos tal y como habían ocurrido.
Elda y Amalia invitaron a los visitantes a entrar a la casa…o por qué no, mejor, sentarse bajo el mismo árbol, en aquel banco en el que hasta hace poco se encontraba una de ellas…la tarde estaba tan linda, qué mejor que disfrutarla con la charla amena. Esto dijo Amalia, viendo el rostro de desagrado que las visitas inoportunas y, especialmente, este cura aparecido sin aviso, producían en el rostro de la otra con un rictus entre agrio y malhumorado.

Pasados los saludos pertinentes, los cinco presentes acomodaron sus humanidades en el banco de piedra. Como pudieron, porque en esa estrecha e incomoda superficie a la intemperie se estaban sentando cinco donde incómodos no cabían más de tres. Entre empujones y sonrisas tan fingidas como exageradas, quedaron todos dispuestos de frente al ocaso, posición incomoda para dialogar si las hay. Es que en definitiva, los unos venían a chusmear y a regodearse de los comentarios y las otras pensaban más en el estar adentro que en jugar a la casita atendiendo a las visitas.
En eso estaban cuando el cura fue directo a la pregunta que lo aquejaba. No soportaba mucho los comentarios de rutina como no soportaba a esas monjas desabridas y malas cristianas, según su parecer, tanto como ellas lo despreciaban a él y solo lo soportaban por cortesía, se decían con la mirada.
- Hermanas… ¿así que falleció la hermana Agueda? ¿Qué le pasó? ¿Cómo fue?
Elda se dispuso a hablar para hacer más agradable la situación de rechazo mutuo, casi con tanta excitación y pasión en lo que decía que pronto olvidó que hasta no hace mucho rato una multitud de palabras injuriosas se agolpaban en su mente contra los recién llegados. Como casi siempre le ocurría, le gustaba contar historias, más si era el centro de atención de un grupo y si en esa historia ella llevaba uno de los papeles preponderantes, aunque no el principal en este caso, pero si el de buena de la película, según ella misma creía. Desató, entonces, una catarata de vocablos desordenados que como podía iba amoldando a los presentes, relatando los hechos sucedidos sin más interrupción que la estrictamente necesaria para respirar:

“La pobre ya venía mal del invierno –comenzó diciendo-. Había tenido una neumonía que la tuvo casi postrada más de un mes en el Hospital y yo le dije a Amalia …de esta no sale –mientras relataba hacía un gesto con la mano abierta y los dedos juntos apuntando hacia el frente, moviendo lentamente la misma como si diera a entender con el gesto un no rotundo, al tiempo que la boca se le torcía y se apretaba rítmicamente. Ella quería que la trajéramos acá a la casa. Eso es lo que nos pedía constantemente porque se quería morir acá. Yo le dije que no, que acá no se iba a morir, que a nosotros no se nos iba a morir acá… ¡qué se quedara ahí!

El comentario disparo en la mente de uno de los presentes, el que más tiempo pasaba con ellas yendo a las misas vespertinas diarias, temprano por la tarde, el comentario de Elda cada vez que se le ocurría preguntar por la salud de la hermana Agueda. Entonces ella decía: -No quiere vivirrrrrr, no quiere vivirrrrrrr!!!! -y acentuaba largo y extenso el “ir” final con su voz chillona de pito que en esos casos se hacía más aguda y volvía sus palabras cual silbido penetrante de ave salvaje-.

Al final salió –y lo dijo como lamentándose de los hechos- pero ya no quedó bien. Le costaba respirar y pensamos que en alguna misa se nos iba a morir. Pero no, empezó a mejorar rápidamente y hasta volvió a ayudarnos en el Hospital. Igual, yo siempre fui medio profética y le dije a Amalia, el próximo invierno se la lleva –espectó al tiempo que volvía a fruncir la boca con ese gesto tan característico en ella que denotaba algún hecho agorero-. A mi no me gusta nada como esta. Era como la mejoría de la muerte… pero larga.
La cosa es que aunque usted no lo crea –y lo dijo mirando al cura por primera vez en los quince minutos que llevaba de relato- llegó a fines de año.

El tema empezó el 25 – y al decirlo dejó un silencio de esos que crean los actores en escena para ver si el público asistente, el que la escuchaba a ella por supuesto, estaba atento al relato y así crear mayor expectación-. El 24 ya estuvo todo el día diciendo que ella iba a la Misa de Gallo y que se iba a morir por eso quería ir…y que sé yo cuanta pavada más. Nosotras le dijimos que no, que así no podía ir porque se iba a morir en el medio de la misa. Porque nosotras le decíamos que se iba a morir. Qué sentido tenía ocultárselo si ella lo decía a cada rato. Yo le decía a esta –y señalo a Amalia que estaba a su lado, con gesto despectivo de esposo que desdeña a aquella que hace años que lo acompaña pero a la que ya soporta solo por costumbre- no quiere vivirrrrrrr, no, no…no quiere vivirrrrrr!!!!! El que había rememorado hacía pocos instantes la frase en su mente contuvo una risa que pugnaba por salir con un pellizco en su brazo; técnica ésta aprendida y usada en la misa cuando algo lo provocaba y por el santo rito que se estaba celebrando no podía permitirse. Como una especie de flagelación cotidiana y circunstancial, aggiornada al mundo moderno, pero sin sangre a la vista.

Sí, el tema es que ella no quería vivirrrr… pero yo le decía a Amalia, a mi no se me va a morir, que se muera en el Hospital… porque ella insistía en que se quería morir acá y nosotras que no. Que esta era su casa, que su cama…No, no…acá no.

El cura estaba azorado. No podía dar crédito a lo que escuchaba. Ni su más irónico y desprejuiciado sentido de la vida, ni su más explicito interés de trepar en las escalas eclesiásticas, ni su más mundano sentido cristiano, le permitía encajar con facilidad y comprensión aquel relato de una monja, sobre otra monja, que se moría y que simplemente por caridad cristiana, aunque ya no por amor, ni siquiera por cariño, o por un triste efecto del afecto perdido en los pasillos y recovecos del tiempo, merecía algo de caridad y buen morir en una cama confortada con los auxilios de aquellas a quienes ella creía sus amigas y compañeras.
La otra monja no hablaba, y esto indignaba más al prelado, porque lo hacía suponer que no solo era cómplice de lo que la otra relataba sino que estaba en todo de acuerdo con la misma.
El, el mundano cura de pueblo, estaba descubriendo, poco a poco, con el desarrollo del relato que su espíritu de chisme que lo había llevado hacia allí lo había traicionado y empezaba a sentirse cada vez peor. No podía partir ahora sin la conclusión de tan macabra experiencia relatada. El sentido de la culpa no opacaba aun a su interés por el regodeo en la vida y las desgracias ajenas.
Se detuvo en su pensar porque Elda continuaba sin cesar de proferir palabras una tras la otra sin concierto lógico como sin compasión cristiana y algo se le estaba escapando para entender… para tratar de comprender, si eso era posible, por qué dos personas, no ya dos monjas, podían actuar así.