viernes, 3 de diciembre de 2010

Finalmente, un día… murió la hermana Agueda (Parte II)

Por el camino se acercaba el auto, y a lo lejos ya se divisaba que eran tres personas las que lo habitaban. Al llegar pudieron confirmar su presunción. Dos hombres, amigos de la casa, venían con un sacerdote que, en primera instancia, no supieron muy bien quién era. Este, era un curita no muy ducho en los menesteres eclesiásticos ya que no hacía mucho tiempo que había sido ordenado. El tipo en cuestión era de pocas luces, aunque a la hora de darse aires, parecía que era lo que le sobraba. Desde el día en que lo ordenara el viejo Obispo, ya se daba aires de monseñor, es más, hasta se vislumbraba con una ancha faja violácea cruzando el medio de su cuerpo y, por qué no, algún que otro birrete rojo. Aquel día de su ordenación, al ver el modo firme y desafiante con que cruzara la mirada con el viejo Obispo, más de uno pensó: “Este si tiene vocación de algo, es más de Papa que de cura”.
Era amigo del que manejaba el automóvil y cada tanto andaba por la ciudad visitando y, de paso, poniéndose al día, llevando y trayendo chismes diocesanos. El estaba radicado en otra pequeña ciudad no muy cercana y nadie sabía muy bien cómo, este cura de parroquia de pueblo perdido en las inmensidades de los campos, se enteraba de cuanta rencilla o disparate se producía en la diócesis. Es así como ahora se encontraba otra vez de visita en la casa de su amigo y, habiéndose intercambiado las noticias respectivas acaecidas desde la última venida, salió a la luz finalmente, el corrillo del pueblo, donde lo más interesante acaecido en los últimos seis meses había sido la muerte de la hermana Agueda. Un hecho tal y, descripto como había sido por su amigo, merecía un poco de su tiempo dedicado a entrevistar a las participantes centrales de la escena fúnebre. Hasta allí habían llegado y por eso se encontraban ahora frente a frente los tres hombres y las dos monjas, tratando de revivir por boca de aquellas dos los acontecimientos tal y como habían ocurrido.
Elda y Amalia invitaron a los visitantes a entrar a la casa…o por qué no, mejor, sentarse bajo el mismo árbol, en aquel banco en el que hasta hace poco se encontraba una de ellas…la tarde estaba tan linda, qué mejor que disfrutarla con la charla amena. Esto dijo Amalia, viendo el rostro de desagrado que las visitas inoportunas y, especialmente, este cura aparecido sin aviso, producían en el rostro de la otra con un rictus entre agrio y malhumorado.

Pasados los saludos pertinentes, los cinco presentes acomodaron sus humanidades en el banco de piedra. Como pudieron, porque en esa estrecha e incomoda superficie a la intemperie se estaban sentando cinco donde incómodos no cabían más de tres. Entre empujones y sonrisas tan fingidas como exageradas, quedaron todos dispuestos de frente al ocaso, posición incomoda para dialogar si las hay. Es que en definitiva, los unos venían a chusmear y a regodearse de los comentarios y las otras pensaban más en el estar adentro que en jugar a la casita atendiendo a las visitas.
En eso estaban cuando el cura fue directo a la pregunta que lo aquejaba. No soportaba mucho los comentarios de rutina como no soportaba a esas monjas desabridas y malas cristianas, según su parecer, tanto como ellas lo despreciaban a él y solo lo soportaban por cortesía, se decían con la mirada.
- Hermanas… ¿así que falleció la hermana Agueda? ¿Qué le pasó? ¿Cómo fue?
Elda se dispuso a hablar para hacer más agradable la situación de rechazo mutuo, casi con tanta excitación y pasión en lo que decía que pronto olvidó que hasta no hace mucho rato una multitud de palabras injuriosas se agolpaban en su mente contra los recién llegados. Como casi siempre le ocurría, le gustaba contar historias, más si era el centro de atención de un grupo y si en esa historia ella llevaba uno de los papeles preponderantes, aunque no el principal en este caso, pero si el de buena de la película, según ella misma creía. Desató, entonces, una catarata de vocablos desordenados que como podía iba amoldando a los presentes, relatando los hechos sucedidos sin más interrupción que la estrictamente necesaria para respirar:

“La pobre ya venía mal del invierno –comenzó diciendo-. Había tenido una neumonía que la tuvo casi postrada más de un mes en el Hospital y yo le dije a Amalia …de esta no sale –mientras relataba hacía un gesto con la mano abierta y los dedos juntos apuntando hacia el frente, moviendo lentamente la misma como si diera a entender con el gesto un no rotundo, al tiempo que la boca se le torcía y se apretaba rítmicamente. Ella quería que la trajéramos acá a la casa. Eso es lo que nos pedía constantemente porque se quería morir acá. Yo le dije que no, que acá no se iba a morir, que a nosotros no se nos iba a morir acá… ¡qué se quedara ahí!

El comentario disparo en la mente de uno de los presentes, el que más tiempo pasaba con ellas yendo a las misas vespertinas diarias, temprano por la tarde, el comentario de Elda cada vez que se le ocurría preguntar por la salud de la hermana Agueda. Entonces ella decía: -No quiere vivirrrrrr, no quiere vivirrrrrrr!!!! -y acentuaba largo y extenso el “ir” final con su voz chillona de pito que en esos casos se hacía más aguda y volvía sus palabras cual silbido penetrante de ave salvaje-.

Al final salió –y lo dijo como lamentándose de los hechos- pero ya no quedó bien. Le costaba respirar y pensamos que en alguna misa se nos iba a morir. Pero no, empezó a mejorar rápidamente y hasta volvió a ayudarnos en el Hospital. Igual, yo siempre fui medio profética y le dije a Amalia, el próximo invierno se la lleva –espectó al tiempo que volvía a fruncir la boca con ese gesto tan característico en ella que denotaba algún hecho agorero-. A mi no me gusta nada como esta. Era como la mejoría de la muerte… pero larga.
La cosa es que aunque usted no lo crea –y lo dijo mirando al cura por primera vez en los quince minutos que llevaba de relato- llegó a fines de año.

El tema empezó el 25 – y al decirlo dejó un silencio de esos que crean los actores en escena para ver si el público asistente, el que la escuchaba a ella por supuesto, estaba atento al relato y así crear mayor expectación-. El 24 ya estuvo todo el día diciendo que ella iba a la Misa de Gallo y que se iba a morir por eso quería ir…y que sé yo cuanta pavada más. Nosotras le dijimos que no, que así no podía ir porque se iba a morir en el medio de la misa. Porque nosotras le decíamos que se iba a morir. Qué sentido tenía ocultárselo si ella lo decía a cada rato. Yo le decía a esta –y señalo a Amalia que estaba a su lado, con gesto despectivo de esposo que desdeña a aquella que hace años que lo acompaña pero a la que ya soporta solo por costumbre- no quiere vivirrrrrrr, no, no…no quiere vivirrrrrr!!!!! El que había rememorado hacía pocos instantes la frase en su mente contuvo una risa que pugnaba por salir con un pellizco en su brazo; técnica ésta aprendida y usada en la misa cuando algo lo provocaba y por el santo rito que se estaba celebrando no podía permitirse. Como una especie de flagelación cotidiana y circunstancial, aggiornada al mundo moderno, pero sin sangre a la vista.

Sí, el tema es que ella no quería vivirrrr… pero yo le decía a Amalia, a mi no se me va a morir, que se muera en el Hospital… porque ella insistía en que se quería morir acá y nosotras que no. Que esta era su casa, que su cama…No, no…acá no.

El cura estaba azorado. No podía dar crédito a lo que escuchaba. Ni su más irónico y desprejuiciado sentido de la vida, ni su más explicito interés de trepar en las escalas eclesiásticas, ni su más mundano sentido cristiano, le permitía encajar con facilidad y comprensión aquel relato de una monja, sobre otra monja, que se moría y que simplemente por caridad cristiana, aunque ya no por amor, ni siquiera por cariño, o por un triste efecto del afecto perdido en los pasillos y recovecos del tiempo, merecía algo de caridad y buen morir en una cama confortada con los auxilios de aquellas a quienes ella creía sus amigas y compañeras.
La otra monja no hablaba, y esto indignaba más al prelado, porque lo hacía suponer que no solo era cómplice de lo que la otra relataba sino que estaba en todo de acuerdo con la misma.
El, el mundano cura de pueblo, estaba descubriendo, poco a poco, con el desarrollo del relato que su espíritu de chisme que lo había llevado hacia allí lo había traicionado y empezaba a sentirse cada vez peor. No podía partir ahora sin la conclusión de tan macabra experiencia relatada. El sentido de la culpa no opacaba aun a su interés por el regodeo en la vida y las desgracias ajenas.
Se detuvo en su pensar porque Elda continuaba sin cesar de proferir palabras una tras la otra sin concierto lógico como sin compasión cristiana y algo se le estaba escapando para entender… para tratar de comprender, si eso era posible, por qué dos personas, no ya dos monjas, podían actuar así.

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