martes, 19 de octubre de 2010

"Finalmente un día... murió la hermana Agueda" (Parte I)

Finalmente, un día murió la hermana Agueda.
En ese recuerdo estaba Amalia, en su banco de piedra a las puertas de la casa conventual del Hospital Subzonal. Debajo del árbol más viejo y más frondoso del parque cito por delante de la casa, del extenso parque que la monja contemplaba en esos instantes, los únicos de aquel día de calor excesivo y trabajo no menos agobiante; día en que la temperatura de un verano que recién comenzaba ya amenazaba con ser imprudentemente enloquecedor.
Amalia no podía dejar de pensar en aquella otra vieja compañera de la vida que, por circunstancias aleatorias del destino divino, si cabía tal posibilidad para hablar de los planes que Dios traza a sus hijas consagradas, había venido a instalarse en esa casa, a romper la dualidad perpetuada por años entre ella y su fiel amiga Elda. Las tres monjas de la Orden del Divino Rostro Contemplado cumplían distintas funciones en el Hospital, tanto de enfermeras como de asistentes espirituales y mandamases de los parientes de cuanto enfermo pobre y desvalido caía en desgracia de su salud. Las tres monjas convivían desde aquella época de la aparición de Agueda en esa casa junto al parque y a la Capilla; compartían la vida consagrada; la vida de rutina cotidiana; las peleas y desavenencias por la autoridad.
Pensaba Amalia en el por qué la Madre General se encarnizaba así con ellas mandando cada tanto alguna monja víctima de los años y del cuerpo abatido por los males de la vejez, a reparar sus días de sosiego perdido y tranquilidad buscada, para pacificar su alma en la contemplación de la eternidad, justo en aquel lugar donde lo que faltaba era tiempo para hacer cosas como tiempo le faltaba a esa vida que poco a poco iba apagándose. Pero era así, Agueda había muerto y no tardaría en caer sobre ella y Elda alguna otra monja enclenque y desvencijada, aturdida por la sordera que las monjas desarrollan cuando quieren negar la autoridad de la Madre Superiora y que, poco a poco, con los años, el físico mismo vuelve una realidad que se les impone, así como la vista abandona todo cuidado por el mundo y enceguece a los hombres y mujeres en la senectud.
La tarde caía lentamente en aquel instante placentero de la vida en que sin quererlo se contempla el declinar de otros, a medida que la vida se duerme con la luz del sol y el ocaso trae hacia al mundo, la hora de las tinieblas y la quietud. Quietud del cuerpo dado a las labores y, no así del pensamiento, que se devana en tratar de establecer los lazos que atan los destinos y los hechos, los momentos y las virtudes, los amores y los vicios. En pensamientos es en lo que se le iba el atardecer a Amalia, en reposar el cuerpo sobre el banco de piedra que a cada instante le repetía, con ese dolor punzante que provocan los huesos por la humedad y la dureza del asiento en este caso, que también a ella se le iba la vida. Hacía más de cuarenta años en que había detenido su marcha en ese pueblo polvoriento y perdido en el medio de la pampa y, si bien, había pensado que sería temporario al verse otra vez de vuelta en la gran Capital como Madre Superiora de una gran comunidad o Madre General de todas, ahí estaba como siempre, como cada día de estos largos años de sufrimiento en que por las mismas tempestades de la vida había ido perdiendo juventud y piedad.
Entonces volvió a su recuerdo Agueda; volvió a su recuerdo la muerte; volvió a su presente por Elda, su compañera. La vio sin querer verla como tantas otras veces que la oía chillar sin querer hacerlo. Se le plantó de frente y opacó así sus pensamientos y el pequeño y último rayo del sol con que la vida la regalaba aquella tarde.
-¡Qué vida más agitada la tuya! Bah, como siempre… -le espectó en la cara sin darle tiempo a pensar siquiera una excusa-. Así no hay vida que alcance para hacer nada si los únicos que pueden solventar un poco tu esfuerzo se quedan jugando a la poetisa con la mirada perdida y el pensamiento vaya uno a saber dónde. ¿No te he dicho mil y una vez que el ocio es el padre de todos los vicios? Ya lo dijo el pobre Benito, que bien te valdría volver a leer –y habiendo dicho esto enfiló hacia la puerta sin ánimo de irse pero esperando que la otra argumentara algo en su favor como defensa y así empezar la pelea suya de cada día.
Amalia intentó volver al estado en que un rato antes se encontraba pero ya era inútil. ¿Qué mal tendría aquella mujer compañera suya de vida por tantos años que siempre se encargaba de aguarle la fiesta a los demás? si es que valía tal metáfora para un simple desorden de pensamientos y reposo. Como si la duda fuera mayor que el ánimo de levantarse, intentó decir algo pero no pudo, entonces se inclino en profunda reverencia como si lo suyo fuera una larga oración contemplativa y arrancó a caminar hacia adentro. Elda la miraba y no podía creer lo que veía. Su mirada traslucía cualquier pensamiento que su cabeza inventara y, si Amalia podía en ese instante verla, no dudaría en que estaba pensando. Pero claro, no la veía porque estaba haciendo esa profunda reverencia que la otra estaba ironizando con la vista y el pensamiento, como quien descubre una vil mentira hecha acción y no piensa más que en mostrar que la verdad ha sido descubierta aunque la lengua no prorrumpa a gritarlo a los vientos.
En eso estaban, una y otra; la una despidiéndose de ese atardecer que hubiera sido perfecto sin la intervención humana femenina tan cercana; la otra desconfiando hasta del saludo más nimio que veía, cuando ambas juntaron sus aconteceres en una misma actitud de elevar la vista al camino porque un automóvil venía hacia ellas. Eran ya casi las siete de la tarde y las Vísperas no podían esperar o las Completas se juntarían con Maitines aquella noche.

CONTIUNARA...

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